miércoles, 14 de agosto de 2013

Julia Margaret Cameron, un pez contra corriente.

El destino y la buena estrella a veces aguardan pacientes el momento adecuado en el que han de salir a la luz. Actualmente vivimos en una época donde el éxito debe alcanzarse de manera inmediata y a veces, sin demasiados méritos. Porque el éxito verdadero, reconocimiento o como queramos llamarlo, tiene que dejar atrás un largo camino de esfuerzo, constancia y voluntad para que realmente merezca la pena.
 
Pensemos que nunca es tarde y podemos llegar a conseguir aquello que deseamos más tarde o más temprano. Si le ponemos empeño, lo más probable es que suceda. Y de eso va la vida de esta mujer: de empeño y pasión.
Julia Margaret Cameron, nacida en 1815 en Calcuta, se convirtió a los 48 años en una controvertida fotógrafa que rompió las leyes academicistas de la época. Se la trajo al pairo todo lo que tuviera que ver con la técnica y la rigidez de sus coetáneos, e hizo las cosas a su manera haciendo oídos sordos a la crítica internacional.


Aquí, la madura artista.
 
Vivió en la India hasta su juventud, donde conoce a su primer y único marido, Charles Hay Cameron, veinte años mayor que ella y dueño de una gran plantación de té. Tanto su posición social como su más que desahogada situación económica, le permitieron a Julia vivir cómoda y libremente para desempeñar cualquier afición que le interesase. Pero esto no sucederá hasta muchos años después. Se mudan a Inglaterra y de ahí pasan a vivir en la isla de  Wight. Tienen varios hijos. Una de las descendientes es precisamente quién le regala una cámara fotográfica a su ya madura pero vivaracha madre, quien estaba un poco aburrida, todo hay que decirlo.
Y así empieza la fiesta. Julia ve en aquel instrumento mágico una manera de expresar arte y poseía. Se vuelca al cien por cien en la experimentación con el cacharro y a través del método, ensayo-error, va aprendiendo a conocer sus funcionalidades y capacidades. Comienza a fotografiar a vecinos, conocidos y gente del entorno. Los somete a largas exposiciones que para los improvisados modelos debieron resultar un coñazo absoluto.


El rey Lear y sus 3 hijas. 1872
Julia, empeñada en avanzar y conseguir un logro artístico, hace modificaciones en su casa para poder trabajar al completo. Convierte la carbonera en un cuarto oscuro y el gallinero en un estudio. Y se olvida del mundo, de su familia y hasta de sí misma: empezó a vestir de forma descuidada y andaba por ahí oliendo a producto químico.
Se dice que tuvo como instructores a Oscar Gustav Rejlander y Lewis Carroll, pero lo cierto es que ella se alejó radicalmente de la corriente del momento, consiguiendo un estilo único. Por entonces, los fotógrafos intentaban buscar reconocimiento imitando a los pintores prerrafaelistas. Ella también lo hizo al principio, pero finalmente se decantó por despreciar toda técnica e inició una búsqueda de la belleza y la espiritualidad fuera de toda norma. Los retratos fueron su fuerte. En ellos pretendía mostrar al mundo no sólo la hermosura física, si no la grandeza de esos seres, su predestinación y su misma alma. Elige bien a sus modelos y siempre los sitúa en un halo de melancolía y viveza. Busca transmitir más que describir. Y al fin alcanza un estilo propio que le valió la crítica de los demás. No se sabe si lo logra por azar o precisamente por su falta de nociones técnicas, pero el caso es que su controvertido desenfoque, aporta magia a los retratos que elabora cuidadosamente en ese cuarto oscuro.
 



 
 
En aquella época, precisamente, lo que se buscaba en líneas generales era la nitidez de la fotografía y Julia se salta la norma a la torera. Además, es sencilla en la composición: sólo le hace falta luz, atmósfera y rostro. Aporta mucha personalidad a su trabajo el descuido al que sometía las fotos: muchas aparecen rayadas y con huellas dactilares.

 
Sus retratos femeninos son la pieza clave de su obra. Hace fotos a sus amigas, vecinas y sirvientas (se dice de estas últimas que eran elegidas por Julia muy calculadamente, dándole importancia no a sus capacidades laborales si no a su fotogenia). Con su minimalista puesta en escena y los planos cerrados, consigue unos retratos atemporales, etéreos y llenos de poesía. La luz que reflejan es la luz de Rembrandt y los claroscuros y el sfumatto recuerdan al estilo de Leonardo.

 
En resumen, sus trabajos se convierten en algo tan poético y puro, que hacen de ella un ser con una sensibilidad perfecta. Pero no logra apenas reconocimiento, si no todo lo contrario: críticas por doquier, algunas tan duras como esta:
“La señora Cameron exhibe su serie de retratos desenfocados de celebridades. Debemos darle a esta señora el beneficio de la originalidad, pero a expensas de cualquier otra cualidad fotográfica”
The Photographic Journal, el 15 de febrero de 1865.
 
Cuando un círculo, del cual se supone debes formar parte, no sólo no te apoya si no que se vuelve contra ti, debe hacerte sentir como un pez fuera del agua. Pero Julia era un pez contra corriente, obstinado y pasional, que nunca se dejó transformar en lo que se suponía que debía ser para los demás, y siguió trabajando con su propio estilo el resto de su vida. Si esto no es admirable, que baje Dios y lo vea.
Julia murió en Ceilán en 1879, no sin antes hacer maravillosas fotografías de los indígenas de aquellas tierras.
Un par de décadas después. Stieglitz la recuperó, admirado como estaba por esos retratos, precursores del pictorialismo que a principios del siglo XX se está apoderando del mundo de la fotografía. Con el tiempo se ha convertido en una célebre artista de la fotografía que cambió las leyes de lo expresivo. Para ella, la cámara nunca fue un objeto de documentación, si no un instrumento de arte y belleza. Y vaya si lo consiguió.