El destino y la buena estrella a veces aguardan pacientes el momento
adecuado en el que han de salir a la luz. Actualmente vivimos en una época
donde el éxito debe alcanzarse de manera inmediata y a veces, sin demasiados
méritos. Porque el éxito verdadero, reconocimiento o como queramos llamarlo,
tiene que dejar atrás un largo camino de esfuerzo, constancia y voluntad para
que realmente merezca la pena.
Pensemos que nunca es tarde y podemos llegar a conseguir aquello que
deseamos más tarde o más temprano. Si le ponemos empeño, lo más probable es que
suceda. Y de eso va la vida de esta mujer: de empeño y pasión.
Julia Margaret Cameron, nacida en 1815 en Calcuta, se
convirtió a los 48 años en una controvertida fotógrafa que rompió las leyes
academicistas de la época. Se la trajo al pairo todo lo que tuviera que ver con
la técnica y la rigidez de sus coetáneos, e hizo las cosas a su manera haciendo
oídos sordos a la crítica internacional.
Aquí, la madura artista.
Vivió en la India hasta su juventud, donde conoce a su
primer y único marido, Charles Hay Cameron, veinte años mayor que ella y dueño
de una gran plantación de té. Tanto su posición social como su más que
desahogada situación económica, le permitieron a Julia vivir cómoda y
libremente para desempeñar cualquier afición que le interesase. Pero esto no
sucederá hasta muchos años después. Se mudan a Inglaterra y de ahí pasan a
vivir en la isla de Wight. Tienen varios
hijos. Una de las descendientes es precisamente quién le regala una cámara
fotográfica a su ya madura pero vivaracha madre, quien estaba un poco aburrida,
todo hay que decirlo.
Y así empieza la fiesta. Julia ve en aquel instrumento
mágico una manera de expresar arte y poseía. Se vuelca al cien por cien en la
experimentación con el cacharro y a través del método, ensayo-error, va
aprendiendo a conocer sus funcionalidades y capacidades. Comienza a fotografiar
a vecinos, conocidos y gente del entorno. Los somete a largas exposiciones que
para los improvisados modelos debieron resultar un coñazo absoluto.
El rey Lear y sus 3 hijas. 1872
Julia, empeñada en avanzar y conseguir un logro artístico,
hace modificaciones en su casa para poder trabajar al completo. Convierte la carbonera
en un cuarto oscuro y el gallinero en un estudio. Y se olvida del mundo, de su familia
y hasta de sí misma: empezó a vestir de forma descuidada y andaba por ahí
oliendo a producto químico.
Se dice que tuvo como instructores a Oscar Gustav Rejlander y Lewis Carroll,
pero lo cierto es que ella se alejó radicalmente de la corriente del momento,
consiguiendo un estilo único. Por entonces, los fotógrafos intentaban buscar
reconocimiento imitando a los pintores prerrafaelistas. Ella también lo hizo al
principio, pero finalmente se decantó por despreciar toda técnica e inició una
búsqueda de la belleza y la espiritualidad fuera de toda norma. Los retratos
fueron su fuerte. En ellos pretendía mostrar al mundo no sólo la hermosura
física, si no la grandeza de esos seres, su predestinación y su misma alma.
Elige bien a sus modelos y siempre los sitúa en un halo de melancolía y viveza.
Busca transmitir más que describir. Y al fin alcanza un estilo propio que le
valió la crítica de los demás. No se sabe si lo logra por azar o precisamente
por su falta de nociones técnicas, pero el caso es que su controvertido
desenfoque, aporta magia a los retratos que elabora cuidadosamente en ese
cuarto oscuro.
En aquella época, precisamente, lo que se buscaba en líneas
generales era la nitidez de la fotografía y Julia se salta la norma a la
torera. Además, es sencilla en la composición: sólo le hace falta luz,
atmósfera y rostro. Aporta mucha personalidad a su trabajo el descuido al que
sometía las fotos: muchas aparecen rayadas y con huellas dactilares.
Sus retratos femeninos son la pieza clave de su obra. Hace fotos
a sus amigas, vecinas y sirvientas (se dice de estas últimas que eran elegidas
por Julia muy calculadamente, dándole importancia no a sus capacidades laborales
si no a su fotogenia). Con su minimalista puesta en escena y los planos
cerrados, consigue unos retratos atemporales, etéreos y llenos de poesía. La
luz que reflejan es la luz de Rembrandt y los claroscuros y el sfumatto
recuerdan al estilo de Leonardo.
En resumen, sus trabajos se convierten en algo tan poético y
puro, que hacen de ella un ser con una sensibilidad perfecta. Pero no logra
apenas reconocimiento, si no todo lo contrario: críticas por doquier, algunas
tan duras como esta:
“La señora
Cameron exhibe su serie de retratos desenfocados de celebridades. Debemos darle
a esta señora el beneficio de la originalidad, pero a expensas de cualquier
otra cualidad fotográfica”
The Photographic Journal, el 15 de
febrero de 1865.
Cuando un círculo, del cual se supone debes formar parte, no
sólo no te apoya si no que se vuelve contra ti, debe hacerte sentir como un pez
fuera del agua. Pero Julia era un pez contra corriente, obstinado y pasional,
que nunca se dejó transformar en lo que se suponía que debía ser para los
demás, y siguió trabajando con su propio estilo el resto de su vida. Si esto no
es admirable, que baje Dios y lo vea.
Julia murió en Ceilán en 1879, no sin antes hacer
maravillosas fotografías de los indígenas de aquellas tierras.
Un par de décadas después. Stieglitz la recuperó, admirado
como estaba por esos retratos, precursores del pictorialismo que a principios
del siglo XX se está apoderando del mundo de la fotografía. Con el tiempo se ha
convertido en una célebre artista de la fotografía que cambió las leyes de lo
expresivo. Para ella, la cámara nunca fue un objeto de documentación, si no un
instrumento de arte y belleza. Y vaya si lo consiguió.