miércoles, 29 de mayo de 2013

¿Placer o pecado?


Considero que una de las grandes pasiones de la vida es comer. Lamentablemente esto es algo que no se puede decir demasiado alto entre la mayoría de las féminas, pues parecemos destinadas a cuidar el aspecto físico hasta el extremo. Y aunque lo expresemos así de sincero, siempre parece planear sobre nosotras la sombra de lo inadecuado. Una mujer que se da un atracón, que goza comiendo como la que más, suele ser considerada una gordunfla (quitando aquellas pocas afortunadas que pueden comer barbaridades sin engordar un solo gramo).
 
¿Cuál es el problema? A las mujeres nos gusta beber cerveza, meternos una pizza entre pecho y espalda o darnos un festín de chocolate. Nos lo permitimos de vez en cuando, pero siempre acabamos justificándolo como si hubiéramos cometido el mayor de los pecados. El chocolate y el dulce en general, lo achacamos a la regla y no siempre es así. Nos blindamos de excusas absurdas para que los demás “comprendan” que esa voracidad era fruto de alguna causa concreta y no de la simple y mundana sensación de placer. Parecemos obligadas a mantener el tipo, no pasarnos, medir las cantidades, hacer operación bikini y si alguna vez te pasas, compensar haciendo un ayuno apropiado. Está claro que hay que cuidarse y mantenerse en forma llevando una dieta rica y equilibrada: nos alargará la vida y nos sentiremos mejor con nosotr@s mism@s... Pero ¿de verdad es necesario este yugo, esta corrección constante, esta aplastante sensación de sentirte una gorda cuando tragamos con ansía un bocado celestial?
 


 
 
Sufrimos presiones subliminales que nos meten en la cabeza cómo tenemos que ser para agradar a los demás. Sabemos que para llegar a ser como esas deidades, el sacrificio será bíblico. Y eso nos persigue allá donde vayamos. Llevamos una especie de culpa con nosotras que nos impide ser libres delante de un buen plato de comida.
 
 
Yo estoy harta de esto. Me gusta comer, y me gusta decirlo. Hay días que me pongo las botas y me pego unos atracones de aúpa. No quiero sentir culpabilidad por ello. Lo importante es moverte, tener una vida activa y para nada sedentaria que nivelará, mejor o peor, las calorías que nos estamos metiendo en el cuerpo.
 
Pero esos momentos de epifanía total y absoluta, cuando te sientas delante de un plato celestial y al primer bocado sientes algo orgásmico en tu paladar y en todos tus sentidos… eso no deberíamos prohibírnoslo. Ni deberíamos sentirnos mal por hacerlo. Hay que ponerse prosaicas de vez en cuando y liberarse de las presiones sociales que nos tienen atadas de pies y manos. Quizá no estemos en nuestro peso ideal ni nos parezcamos en absoluto al prototipo de mujer que nos venden. Pero la sensualidad, el atractivo físico y el magnetismo no siempre tienen que ver estos cánones. He conocido hombres que han disfrutado viéndome gozar ante un manjar y he compartido con ellos ese placer terrenal como quien comparte un trozo de paraíso. Al ingerir algo que nos gusta,  liberamos endorfinas sin control y esos tipos de  neurotransmisores tan cachondísimos, nos aportan una euforia que nos hará brillar. El cerebro se ilumina ante tal descarga  y ya se sabe que a felicidad siempre sienta bien, nos embellece y nos realza. Así que al compartir cualquier exquisitez con otra persona y regocijarse ambos de la misma, podemos casi asegurar que se tratará de un momento inolvidable entre ambos.
¿Merece o no merece la pena comer sin remordimientos…? Para mí, absolutamente sí.
 
 

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