Considero que una de las grandes pasiones de la vida es
comer. Lamentablemente esto es algo que no se puede decir demasiado alto entre
la mayoría de las féminas, pues parecemos destinadas a cuidar el aspecto físico
hasta el extremo. Y aunque lo expresemos así de sincero, siempre parece planear
sobre nosotras la sombra de lo inadecuado. Una mujer que se da un atracón, que
goza comiendo como la que más, suele ser considerada una gordunfla (quitando
aquellas pocas afortunadas que pueden comer barbaridades sin engordar un solo gramo).
¿Cuál es el problema? A las mujeres nos gusta beber cerveza,
meternos una pizza entre pecho y espalda o darnos un festín de chocolate. Nos
lo permitimos de vez en cuando, pero siempre acabamos justificándolo como si
hubiéramos cometido el mayor de los pecados. El chocolate y el dulce en general,
lo achacamos a la regla y no siempre es así. Nos blindamos de excusas absurdas
para que los demás “comprendan” que esa voracidad era fruto de alguna causa
concreta y no de la simple y mundana sensación de placer. Parecemos obligadas a
mantener el tipo, no pasarnos, medir las cantidades, hacer operación bikini y
si alguna vez te pasas, compensar haciendo un ayuno apropiado. Está claro que
hay que cuidarse y mantenerse en forma llevando una dieta rica y equilibrada:
nos alargará la vida y nos sentiremos mejor con nosotr@s mism@s... Pero ¿de
verdad es necesario este yugo, esta corrección constante, esta aplastante
sensación de sentirte una gorda cuando tragamos con ansía un bocado celestial?
Sufrimos presiones subliminales que nos meten en la cabeza
cómo tenemos que ser para agradar a los demás. Sabemos que para llegar a ser
como esas deidades, el sacrificio será bíblico. Y eso nos persigue allá donde
vayamos. Llevamos una especie de culpa con nosotras que nos impide ser libres
delante de un buen plato de comida.
Yo estoy harta de esto. Me gusta comer, y me gusta decirlo.
Hay días que me pongo las botas y me pego unos atracones de aúpa. No quiero
sentir culpabilidad por ello. Lo importante es moverte, tener una vida activa y
para nada sedentaria que nivelará, mejor o peor, las calorías que nos estamos
metiendo en el cuerpo.
Pero esos momentos de epifanía total y absoluta, cuando te
sientas delante de un plato celestial y al primer bocado sientes algo orgásmico
en tu paladar y en todos tus sentidos… eso no deberíamos prohibírnoslo. Ni
deberíamos sentirnos mal por hacerlo. Hay que ponerse prosaicas de vez en
cuando y liberarse de las presiones sociales que nos tienen atadas de pies y
manos. Quizá no estemos en nuestro peso ideal ni nos parezcamos en absoluto al
prototipo de mujer que nos venden. Pero la sensualidad, el atractivo físico y
el magnetismo no siempre tienen que ver estos cánones. He conocido hombres que
han disfrutado viéndome gozar ante un manjar y he compartido con ellos ese
placer terrenal como quien comparte un trozo de paraíso. Al ingerir algo que
nos gusta, liberamos endorfinas sin
control y esos tipos de neurotransmisores tan cachondísimos, nos
aportan una euforia que nos hará brillar. El cerebro se ilumina ante tal
descarga y ya se sabe que a felicidad
siempre sienta bien, nos embellece y nos realza. Así que al compartir cualquier
exquisitez con otra persona y regocijarse ambos de la misma, podemos casi
asegurar que se tratará de un momento inolvidable entre ambos.
¿Merece o no
merece la pena comer sin remordimientos…? Para mí, absolutamente sí.
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