La violencia
contra las mujeres no es exclusiva de ningún sistema político o económico; se
da en todas las sociedades del mundo y sin distinción de posición económica,
raza o cultura. Las estructuras de poder de la sociedad que la perpetúan se caracterizan
por su profundo arraigo y su intransigencia. En todo el mundo, la violencia o
las amenazas de violencia impiden a las mujeres ejercitar sus derechos humanos
y disfrutar de ellos.
Cuando era pequeña vivíamos en lo que fue el primer piso
familiar de mis padres. No fue precisamente una época feliz, pero esa es otra
historia.
El caso es que, aparte de nuestros problemas personales,
convivíamos pared con pared con un drama familiar mucho más gordo.
Nuestros vecinos de al lado eran un matrimonio con cuatro
hijos. El de mayor edad contaba con siete años. El padre era un trasnochador
irremediable, un vago de manual y un ser despreciable en muchos sentidos. Pero
su peor faceta era la violencia, que se expandía como una marea negra día sí y
día también.
Salía casi todas las noches a hacer fechorías tales como
beber como un orco, drogarse hasta perder la cabeza y muy posiblemente, zorrear
con otras mujeres. Tenía pinta de gitano, pero de gitano guapo. Pelo azabache y
engominado, trajes de gánster, piel oscura y chulería para tumbarlos a todos.
En cierto modo, tenía porte.
Pero perdía los papeles con la misma facilidad que Jack
Torrance y de madrugada, entraba de una manera en el hogar familiar que era un
primor. Golpes, insultos, gritos… todo era poco para hacerse de notar. Yo, al
otro lado de la pared y completamente aterrada, solía levantarme de la cama y
correr a los brazos de mi madre. Ella y la susodicha y maltratada vecina, eran
uña y carne. Forjaron su amistad en sus respectivos balcones mientras esperaban
a sus maridos que habían salido de putiferios varios. Si, mi padre tampoco andaba
muy fino en aquella época… De modo, que los golpes que la vecina recibía, eran
a su vez, golpes terribles en el corazón
de mi madre. Padecía por ella y se le hacía insufrible ser testigo de aquella
atrocidad.
Mi vecina al principio se achicaba, pero después se defendió
como pudo. Como una loba, protegió a sus hijos de aquel mal que destrozaba su
seno familiar. Y nosotros con ellos. Salimos muchas veces corriendo calle abajo
para, literalmente, esconderlos de aquella bestia. Llamamos a la policía miles de veces, pero
por aquel entonces la sociedad no estaba tan “concienciada” con ese tipo de
violencia y no era algo tan escandaloso como para meter en chirona a aquel
desgraciado. Denuncias, si. Muchas. Pero todo quedaba ahí.
Mi vecina, como decía, le echó ovarios al asunto. Recuerdo
cómo nos contaba que le había lanzado un cenicero a la crisma para defenderse,
o le había dado un escobazo en la columna o le había arañado los antebrazos
como un puma.
Lo peor de todo, fue la normalización. Empezó a ver casi
normales aquellas detectables conductas, convirtiéndolas en una rutina
cotidiana. Los besos se convirtieron en bofetadas, los abrazos en empujones y
las palabras en insultos, todo muy normal. Y ahí está la peligrosidad, en
regularizar esa situación y aceptarla como la vida real, la que te toca vivir,
la que hay en definitiva.
Se mantuvo años así. Los niños, por ende, también. De los
cuatro, el más sensible era el mayor, pero también el más osado, pues se
interponía entre sus desquiciados progenitores a riesgo de llevarse algún
hostiazo también. No soportaba lo que le hacían a su madre y ese odio fue
creciendo en él hasta la fecha de hoy. Con treinta y seis años, está
enchironado por macabros casos de maltrato a sus parejas. Para cuando sus
padres se separaron, ya fue demasiado tarde para él y la semilla del rencor se
le había metido muy adentro. De modo que repitió las mismas conductas que había
aborrecido en su propia casa, pegó con la misma fuerza que su padre y destrozó
a mujeres psicológica y físicamente.
Esta terrible epidemia que asola a millones de hogares
parece no tener fin. Está en nuestras manos seguir concienciando a las mujeres
de todo el mundo contra dicha barbarie. Es una tarea compleja (hace falta mucha
psicología para ayudar a una persona a salir de ese infierno), pero debemos
seguir luchando a favor de nuestro bienestar como mujeres y por el derecho a
una vida familiar estable y feliz.
Para acabar, expongo unas estadísticas al respecto que dan
susto al miedo:
- Del 45%
al 60% de los homicidios contra mujeres se realizan dentro de la casa y la
mayoría los cometen sus cónyuges.
- La
violencia es la principal causa de muerte para mujeres entre 15 y 44 años
de edad, más que el cáncer y los
accidentes de tránsito.
- La
violencia contra las mujeres y las niñas es un problema con proporciones
de epidemia, la violación de los derechos humanos más generalizada.
- La
Comisión de las Naciones Unidas señala que por lo menos una de cada tres
mujeres y niñas ha sido agredida física o abusada sexualmente en su vida.
- El
miedo y la vergüenza siguen impidiendo que muchas mujeres denuncien la
violencia y, por ello, los datos recogidos son inconsistentes.
- Las
adicciones alteran la conducta y en la mayoría de casos de violencia a
mujeres es bajo el efecto de alcohol o drogas.
- Cada 15
segundos una mujer es agredida.
- En 1 de
cada 3 hogares ha habido maltrato emocional, intimidación, abuso físico y
sexual.
- A
escala mundial, se estima que al menos 1 de cada 3 mujeres ha sido
golpeada, coaccionada para tener relaciones sexuales o ha sufrido otro
tipo de abusos por algún hombre presente en su vida.
- Cada 6
horas ocurre el asesinato de una mujer en México.
- 1 de
cada 5 días de trabajo que pierden las mujeres se debe a la violencia que
sufren.
- Cada 9
minutos una mujer es violentada sexualmente.
- 4 de
cada 5 de las mujeres separadas o divorciadas reportaron situaciones de
violencia durante su unión, y un 30% continuaron padeciéndola, por parte
de ex parejas, después de haber terminado su relación.
- Más de
85% de los casos de agresión contra mujeres que son denunciados en México
quedan impunes.
- Del
total de las mujeres casadas o unidas, 60% ha sufrido algún tipo de
violencia patrimonial, ya sea por algún familiar u otra persona.
- La
violencia doméstica tiene un impacto potencial sobre la capacidad futura
de los niños para conseguir un empleo adecuado, ya que los niños que
vienen de hogares violentos suelen tener escaso rendimiento escolar. En
Latinoamérica, la edad promedio de deserción escolar es de 9 años en caso
de existir violencia intrafamiliar, contra 12 años en caso de no contar
con ella.
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